Si dejamos a un lado los relatos con escasa base histórica y las leyendas sobre las hermanas de San Vicente Ferrer Miquel (Valencia 1350-1419), es poco lo que conocemos. Según la tradición parecería ser que se llamaron: Constanza, Inés y dos de las que desconocemos su nombre.
En esta ocasión voy a hacer un acercamiento al tema de su educación siguiendo los estudios serios que actualmente se vienen publicando sobre la educación familiar femenina de acuerdo a los tratadistas medievales hispánicos.
La orientación de estos tratados educativos, así como los testimonios inspiradores, es claramente masculina. Ninguno de los pedagogos contempla concreciones serias sobre la instrucción de las niñas, si bien alguno señala que «todo lo que he hablado sobre los infantes y los niños, también lo afirmo sobre las niñas» (Arévalo). Vamos a dejar los autores que se dirigen a una hija en vísperas de casarse para que tome nota de las virtudes por las que debe destacar como esposa y madre.
Los 12 años marcan el paso entre la etapa infantil y la pubescente, que para los chicos eran los 14 años. Hasta entonces son llamadas niñas, y posteriormente y hasta que se casen doncellas.
Como ya se ha indicado, apenas hay disimilitudes entre la supervisión de los hijos y de las hijas durante la primera edad, etapa de crecimiento y juegos infantiles. Pero también existia el convencimiento que relacionaba los embarazos problemáticos con el nacimiento de féminas en vez de varones.
Los padres tendrían que esforzarse en hacer de su hija una dama canónicamente respetada, limpia de defectos naturales, sin embargo inexistentes en los varones, y organizar una dote para el momento de su matrimonio. Esta empresa refleja la dependencia paternal de las hijas, que entregarían a sus esposos una asignación de capitales o de bienes generadores de beneficios como prebenda para su sustento.
Las diferencias en la educación de ambos sexos comenzaba a ser notables a partir de la segunda edad, o sea de los señalados 12 años de ellas.
Durante este periodo de tiempo, la doncella ha de recibir una instrucción conducente a la formación de una esposa y madre perfecta, ya que se espera de ella que, al concluir la adolescencia, se case y tenga hijos. La instrucción ha de desarrollarse exclusivamente en el espacio privado, fomentando los valores del esfuerzo y unos prototipos morales concretos.
El destino de las jovencitas era permanecer en el hogar familiar, donde aprenderían a ser lo indicado. En algunos casos se constata el abandono de la casa paterna para ingresar en centros religiosos de instrucción (conventos, casas de pedagogos. etc.).
La buena doncella -según Egidio- «deve estar en su casa e non andar por los barrios ni por las plaças ni entrar en casas agenas»; y si por cualquier circunstancia saliera de casa, debe estar siempre acompañada por «mugeres antiguas e provadas en buena vida e alabadas en buena fama».
En la intimidad del hogar familiar, las muchachas han de buscar su espacio propio para la meditación y el recogimiento espiritual. La principal responsabilidad de los padres -fundamentalmente de la madre- era formarles en la fe cristiana. Mientras fueran niñas, debian acompañarlas en sus rezos.
Cuando comenzaban a ser mayorcitas, iban con sus padres a la iglesia con el resto de sus hermanos. Y es que las doncellas debían ser muy devotas en sus oraciones y debían estar siempre ocupadas en trabajos virtuosos.
La tranquilidad del ambito domestico garantizaba la salubridad espintual y la ausencia de tentaciones como eran para sus hermanos varones el vino, los excesos con la comida y las compañías perniciosas. El cultivo de facultades como la bondad, la castidad, la vergüenza, la obediencia, la sumisión, la docilidad, la honestidad, la mansedumbre, la dulzura, la humildad, la modestia y la sinceridad harán a las chicas gozar de buena fama y reputación y dando esta imagen adecuada, obtendrán el reconocimiento de esa sociedad y serán requeridas por los que busquen una esposa ejemplar para su descendencia, como fue el caso de Constanza que contrajo matrimonio.
Han de tener una vestimenta adecuada a su condición y mostrar unas apariencias físicas respetables en cuanto a higiene, peinados y afeites. También habían de moderarse en la comida y la bebida.
Las doncellas, como los mancebos, habian de instruirse en la cultura del trabajo y del esfuerzo, de obras buenas virtuosas y honestas. Sí permanecían ocupadas en tareas convenientes evitarían los malos pensamientos, darán ejemplo a la sociedad y se prepararán para ser mujeres de provecho.
Y si bien las tareas reservadas a las muchachas están estrechamente ligadas al hogar, no se esperaba que participasen en labores como la limpieza y la cocina, que eran llevadas a cabo por los sirvientes, sino en otras «artes femeniles» como coser y tejer paños y vestidos, que habían de combinar con cánticos, danzas, paseos y otros ejercicios corporales. Igualmente, como futuras cabezas del hogar, debian familiarizarse con la contabilidad doméstica.
En cuanto a su formación intelectual hubo un poco de disparidad de opiniones en cuanto a la instrucción para instruirles en el conocimiento del latin y del romance, a no ser que se quisieran preparar para que fueran monjas.
La paternidad y la maternidad efectivamente fueron entendidas de manera distinta en función tanto de la cultura como de la época, pero, por encima de toda diferencia histórica, siempre ha prevalecido el sentido del afecto y de la protección con las peculiares manifestaciones de la época. Los autores bajomedievales reflexionaron sobre el amor que los padres sentían hacia los hijos y viceversa, para llegar a la conclusión de que se trataba de un sentimiento natural, inherente a la condición humana. Era tan alto y preciado el valor de los hijos que los tratadistas adujeron las enseñanzas de las fuentes clásicas y de las Sagradas Escrituras para exhortar a los padres al respecto.
Esta muy probablemente fue la educación familiar que tuvieron las diversas hermanas del que será San Vicente Ferrer.
Alfonso Esponera Cerdán OP
Centro de Estudios sobre San Vicente Ferrer de Valencia