En el momento de cerrarse el acto de celebración de la misa funeral por el Papa Benedicto XVI que el pasado día 5 de enero tuvo lugar en la plaza de San Pedro del Vaticano, un grupo bastante numeroso de fieles que asistían a la ceremonia, al tiempo en que exponían una pancarta bastante grande donde se indicaba SANTO SUBITO, comenzaron a corear esta expresión por la que solicitaban una rápida declaración de santidad para dicho Papa, de la misma manera en que había tenido lugar una situación similar para con el Papa Juan Pablo II en el año 2005, que fue declarado santo en el 2013, esto es ocho años más tarde.
Ciertamente que la observancia de tal actitud, en función de los avances comunicativos tan manifiestos que se vienen generando en esta actual época, conlleva, por la vía de la razonabilidad, a tener por normal que pueda reducirse el periodo temporal en que se desarrolle el procedimiento para constatar una declaración papal de canonización.
Pero, en torno a esta cuestión, no cabe desconocer que tradicionalmente la Iglesia, en su evolución histórica, con un criterio que ha de inferirse plenamente acertado,- pues se trata de resaltar un factor de una singularidad especial, y de naturaleza excelente, en cuanto presupone constituir a una persona humana, ya fallecida, como elemento ejemplarizante para toda la colectividad social, por haber hecho patente una realidad de convivencia con la doctrina emanada de Jesucristo,- ha venido sosteniendo que, a fin de evitar cualquier error, el procedimiento de declaración de la santidad no puede venir dominado por el tiempo sino por su singular estructura de estudio y análisis tendente a lograr la perfecta acreditación de la realidad que condiciona esa naturaleza ejemplarizante, hasta el punto de que incluso, en momentos históricos, se ha llegado a disponer, con el fin de obviar inferencias, un condicionante de transcurso de hasta 50 años como mínimo. Lo importante siempre ha sido profundizar en el examen de la personalidad del afectado y evidenciar la realidad de una vida entregada a la exigencia divina, lo que ha determinado que deba patentizarse a través, por lo menos, de dos milagros, que lógicamente requieren su constatación real y efectiva en tanto vienen a romper con toda idea de una producción o elaboración natural. Se trata de la presencia de Dios mostrada por la intercesión de la persona sujeta al proceso santificador Acorde con esa previsión dominante, ya de una manera formal, desde el siglo X se ha venido exigiendo la tramitación de un proceso de canonización que con el paso del tiempo ha ido adquiriendo mayor complejidad. Actualmente es un procedimiento integrado por diversas fases, que ha de concluir, tras una reunión general de una congregación de cardenales con el Papa, por tras misión por éste de una bula de canonización en la que declare que el candidato debe ser venerado como santo por toda la Iglesia universal, la que se presentará en una solemne ceremonia en la catedral de San Pedro para reafirmar que la santidad declarada se encuentra respaldada por la plena autoridad del pontificado.
Sentada ya esta premisa, procede resaltar que al escuchar por vía televisiva la reclamación a que se ha hecho referencia, de manera inmediata se me suscitó traer a colación la forma en que se santificó al dominico Vicente Ferrer, como llegó a ser San Vicente Ferrer, pues intuía, desde ese primer momento, que atendidos los elementos fundamentales de la vida por él desa-rrollada, ciertamente muy intensa, sobre todo en sus dos últimos decenios, podría llegar a considerarse que la puesta en marcha del pertinente proceso pudo responder de igual manera a un clamor popular en función de haber sido muchas las miles de personas que habían llegado a conectar con su ejemplar personalidad.
Atendiendo a los datos facilitados sobre esta cuestión, se infiere ciertamente significativa la referencia constatada de que, al morir el religioso dominico en la ciudad francesa de Vannes el 5 de abril de 1419, se encontraba rodeado de muchos fieles, quienes llevaron a cabo manifestaciones continuas de aprecio en torno a sus restos mortales que terminaron por ser sepultados en la catedral de esa localidad.
Nos hallamos en el inicio del siglo XV, final de la edad media, en un momento en que todavía no se había inventado la imprenta, la comunicación respondía ligada a medios orales, pictóricos y escritos unipersonales, y, por último, el transporte, basado en la utilización de animales y medios maritimos, comenzaba a suscitar avances con la creación de la rueda. Pues bien, desde esta perspectiva se infería ejemplar la entrega y el esfuerzo realizado por el dominico al consagrarse de lleno, tras padecer una grave enfermedad, a su actividad predicadora y misionera por un muy acusado territorio, al comprender gran parte de España, y amplias zonas de Francia, Italia, e incluso, Alemania, Suiza e Inglaterra.
En su afán predicador, por donde quiera que fuese, trataba de resaltar la trascendencia de la doctrina de Cristo como la vía fundamental para conseguir la conversión y la renovación de las personas, abogando por una estimulación continuada de la fe. Sentido evangelizador que arraigaba de forma patente al proyectar, en los lugares en que se movía, una seria de signos prodigiosos que, sin duda, calaban en la conciencia de quienes le rodeaban.
No es de extrañar, pues, que bien pronto, ya en 1431, comenzase a ponerse en marcha el proceso de una posible canonización. Así se acordó por el Papa Nicolás V atendiendo a esa singular repercusión que se había originado en los distintos lugares visitados por el dominico. A tal efecto se encomendó a tres cardenales que efectuasen la conveniente investigación que la centraron en las localidades de Vannes, Toulouse, Aviñon y Nápoles, bien que también se ha llegado a afirmar, como ha resaltado el historiador dominico Alfonso Esponera, que pudo existir una encuesta en Valencia que, en su día, fuera remitida a Roma.
El resultado de ese trabajo fue el completar un sustancial manuscrito en latín, que ha podido ser traducido al español, tras una ardua labor, que concluyó en el año 2019, dirigida por el aludido historiador. Se integra por 600 folios y cuenta con documentos notariales y declaraciones testimoniales de 310, 48, 18 y 28 personas respectivamente siguiendo el orden de las expresadas ciudades, que además de resaltar se trataba de un hombre lleno de virtudes, «humilde, benigno, sobrio, piadoso, de constante oración, lección y estudio», era un mensajero de la biblia y del evangelio, patentizan-do, por demás, la realidad de al menos 860 milagros.
Ese manuscrito, según se ha indicado por el citado Esponera, se leyó a lo largo de dos sesiones en el consistorio secreto de cardenales que fuera convocado en Roma por el Papa Calixto III, quien determinó declararlo santo- San Vicente Ferrer – el día 29 de junio de 1455.
Tras el correspondiente análisis de las circunstancias concurrentes en la tramitación de dicho expediente de santificación, sigo convencido en que fue el clamor popular el que hizo resaltar prácticamente de inmediato su evidente y necesaria canonización.
Ya no es el dominico Vicente Ferrer Miquel. Es SAN VICENTE FERRER.
Juan Luis de la Rúa Moreno